El bar.
Ese lugar de encuentro, ese templo de reunión donde se producen los más airados
debates, donde se libran auténticas batallas y se imparten las más útiles
enseñanzas. El bar, ese lugar tan útil para la vida del ser humano, no sería el
mismo si no estuviese lleno de cosas inútiles como las siguientes:
-Las
servilletas impermeables: Si fusionamos el tacto del papel de periódico con el poder hidrófobo del forro
de libro nos sale este material del que están fabricadas las servilletas de los
bares. Esas que bien dobladas bien podrían servir para llevar a cabo una
operación a corazón abierto, y que cuando tienes un tropiezo y tiras la mitad
de tu refresco por la mesa del bar, lo único que consigues es que el camarero venga
bayeta en mano diciendo ‘Deja que ya lo limpio yo’ mientras quitan una
acumulación de veinticinco servilletas que flotan en un charco de coca-cola.
Sin embargo, son muy útiles para dejar ahí los huesos de aceituna o los
palillos usados y para doblarlas de forma que se pueda leer ‘gracias puta’ haciendo
alarde de nuestra madurez.
-Los
secadores de manos que no secan. Hay dos variantes de estos secadores: Los que
detectan las manos cuando las ponen debajo y los que hay que dar a un pulsador
para que se accionen. Independientemente del mecanismo, el resultado es igualmente
desastroso. Aire caliente que medio te quema las manos medio arrastra el agua
restante al resto del brazo para que al final desistas y acabes secándote las
manos a los pantalones. El fin justifica los medios y el fin de este invento
era no gastar en papel, con lo que las cosas están siendo bien hechas.
*Existe una variante que
consiste en una especie de toalla enrrollada en un soporte similar a los de
aire. Una soberana guarrada de la que me niego a hablar.
-La
mantequilla que no se unta: Sí, me refiero a esos cubitos de mantequilla con la
consistencia de un queso de barra, que, cuando has conseguido rebanarla en
microlonchas que has colocado meticulosamente durante 15 minutos a lo largo de
toda tu tostada, el pan está tan frio que ya no se derrite y ya no vale para
nada.
-Los
cuchillos que no cortan: Son esos cuchillos que lo máximo que pueden cortar son
esa mantequilla de la que hablé antes, y que son mal llamados cuchillos de
untar porque, como también hemos dicho, esa mantequilla no se unta. Tratar de
cortar algo con estos cuchillos supone acabar apuñalando la comida para poder
llevárnosla a la boca.
-Los
azucarillos alargados: Unos grandes perdedores. Inventados para abrirse por la
mitad y echar su contenido limpiamente en la taza, casi todo el mundo opta por
abrirlos del modo que se abren los azucarillos convencionales, bien porque no
lo quiere consumir entero o bien porque igual no es tan intuitivo que estén
hechos así más que por algo meramente estético, querido señor que los inventó.
Hay leyendas urbanas que cuentan que su inventor se suicidó tras este fracaso.
No me extraña.
-La
botella de Zoco recién llegada del paleozoico. La botella de Zoco es como los
balones Nivea, el medio limón reseco de la nevera o Jordi Hurtado: no la
echarías de menos pero lleva ahí presente toda tu vida. Un bar sin una botella
de Zoco al borde de la caducidad en algún lugar de la barra, no es un bar, es
una iglesia. Si el bar es genuino tendrá además varias barajas de Zoco con sus
tapetes, todas ellas incompletas.
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